jueves, 1 de febrero de 2007

Legitimidad de los símbolos religiosos en escuelas públicas

Legitimidad de los símbolos religiosos en escuelas públicas
JOSÉ LUIS MARTÍNEZ LÓPEZ-MUÑIZ/CATEDRÁTICO DE DERECHO ADMINISTRATIVO EN LA UNIVERSIDAD DE VALLADOLID
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HAY pequeños grupos que siguen empeñados en comprender la aconfesionalidad constitucional del Estado 'pro domo sua', como si eso les diese derecho a exigir a los poderes y establecimientos públicos de toda especie que impongan el ambiente público que, al parecer, les gusta a ellos, es decir laicista, arreligioso, en el que los creyentes de cualquier religión, y particularmente -es curioso- de la católica, hubieran de cohibir cualquier expresión social relacionada con su credo religioso. Como si lo religioso fuera algo apestado en la democracia, cuando, en realidad, habría que ver qué sería de ella si no fuera cabalmente por la religión, como ya razonara hace más de siglo y medio Alexis de Tocqueville en su antológico análisis de la democracia en América.Nada más opuesto a lo establecido por nuestra Constitución y amparado por la Declaración Universal de Derechos Humanos y demás múltiples pactos y convenios internacionales y europeos ratificados por España y con arreglo a los cuales ha de interpretarse nuestro propio orden constitucional. O a nuestra Ley Orgánica de Libertad Religiosa, de 1980.La aconfesionalidad del Estado está al servicio de la libertad religiosa e ideológica de todos en condiciones de igualdad, y comporta, precisamente, que las instituciones públicas no pueden adscribirse como tales a ninguna confesión religiosa ni a ningún sistema ideológico determinado, de cuantos puedan componer el legítimo pluralismo de la sociedad que las sustenta y a la que deben servir sin discriminaciones. Pero es esa misma neutralidad e independencia institucional de religiones e ideologías la que obliga a que tales instituciones estén abiertas a todas las corrientes sociales legítimas y a cuantas personas puedan encarnarlas. El principio democrático exigirá, por su parte, que las corrientes mayoritarias, con su correspondiente base religiosa o ideológica, puedan reflejarse obviamente en la acción de quienes democráticamente acceden a las responsabilidades del poder y en el ambiente general de las instituciones públicas de que ellos son responsables, aunque nunca den derecho a imponer creencias ni ideologías a los demás y deba, en consecuencia, respetarse siempre la legítima libertad de todos (nunca solo la de algunos). La Constitución Española dice, además, bien expresamente que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones».No hay de entrada razón alguna para que, en el orden jurídico positivo y constitucional, las paredes y el ambiente de una escuela pública tengan que estar dispuestos del modo que guste más a unos que a otros de los que la frecuentan (o a sus padres, cuando son menores), pero es evidente que es imposible que no se dispongan de algún modo determinado, lo que siempre podrá gustar más a unos que a otros. Y estamos hablando de un 'gustar' que tenga que ver directamente con las convicciones o preferencias religiosas o ideológicas consideradas más fundamentales, y cuya trascendencia para la escuela es tan especialmente importante por ser vehículo capital de formación de las nuevas generaciones. ¿Cómo resolver este 'problema' en un Estado aconfesional cooperativo como el garantizado por nuestra Constitución? Pues no veo mejor modo que teniendo en cuenta, justamente, las creencias o las preferencias de la mayoría, y manteniendo siempre, a la vez, un tono de contención que respete razonablemente a las minorías (que han de comenzar, por supuesto, por respetar, a su vez, la razonable prevalencia de la mayoría en asuntos en los que ninguna alternativa es completamente neutra). Algo que podrá interpretar y decidir el legislador, el gobernante al frente de la Administración pública responsable, o bien, como se ha decidido con bastante buen criterio en Castilla y León, el consejo escolar de cada centro, de modo que los profesores y padres -o alumnos, en su caso- directamente implicados decidan conjuntamente el mejor modo de conciliar su legítimo pluralismo de modo respetuoso para con todos, pero sin que las minorías impongan sus preferencias contra las no menos legítimas de la mayoría.Tratar de deslegitimar este buen modo de proceder, diciendo que qué pasaría si la mayoría decidiese poner símbolos republicanos o nazis, etcétera, es dar prueba de notable confusión mental, consecuencia quizá de un exceso de apasionamiento en la defensa de una causa perdida. Es evidente que no se puede poner en pie de igualdad lo que es legítimo constitucionalmente (expresiones religiosas o ideológicas que se mantengan dentro del orden constitucional) y cuanto propenda a subvertirlo o violentarlo. Las instituciones públicas no pueden, en modo alguno, ser palestras de lo inconstitucional, y menos la educativas.No hace aún mucho que en Italia el más alto tribunal contencioso administrativo (allí en el Consejo de Estado) ha afirmado que la presencia del Crucifijo en las aulas públicas constituye ya más un elemento fundamental de la cultura nacional y europea que un símbolo religioso. No sé si el argumento es completamente asumible, pero, en cualquier caso, las instituciones públicas habrán de reflejar la realidad social, con el diverso peso y arraigo de la diversidad de su pluralismo, precisamente para que no sean utilizadas por minorías en contra de la mayoría. Y muy especialmente, desde luego, en el ámbito educativo.

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