Acoso a la fe católica
LA innegable gravedad de la polémica provocada por el catálogo de fotos pornográficas con modelos que representan a Jesucristo y la Virgen María ha llevado, finalmente, al presidente de la Junta de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, a pedir perdón «a todo aquel que haya podido sentirse dolido». Su Gobierno subvencionó el citado catálogo, que, además, y para mayor responsabilidad política del Ejecutivo autonómico, fue prologado por el consejero de Cultura y candidato a la alcaldía de Badajoz, Francisco Muñoz. Mejor habría sido empezar por las disculpas que ayer ofreció Rodríguez Ibarra y no por el comunicado de su sucesor en la candidatura socialista a la presidencia autonómica, Guillermo Fernández Vara, quien se metió en un confuso laberinto de reproches al Partido Popular y de discursos sobre los fondos públicos, la libertad de creación y el mantenimiento de los edificios religiosos. Aunque la petición de perdón realizada por Juan Carlos Rodríguez Ibarra, muy cerca de su retirada de la política activa, templa la polémica -no la necesidad de depurar responsabilidades- es preciso tomar nota del curso que están tomando los acontecimientos en torno al laicismo del Gobierno y el trato que éste dispensa a la Iglesia.
Evidentemente, incluso un mal fotógrafo puede creerse que hace arte con representaciones zafias y procaces, y hasta pudiera llegar a estar amparado por la magnanimidad del sistema de libertades previsto por la Constitución. Pero el problema no está en el juicio legal que merezcan comportamientos como el de este caso, sino en la actitud de los poderes públicos. Por eso, es muy grave que un consejero autonómico no se sienta llamado, por elementales criterios de prudencia y respeto -y de probidad en la gestión de fondos públicos-, a no contribuir al escarnio de la creencia religiosa mayoritaria en España. Algo se ha deteriorado en la escala de valores de la clase política dirigente cuando suceden este tipo de cosas. La explicación, en la interpretación más benévola, podría consistir en que todo se ha debido a un error personal. Pero no hay razón para conceder tanta benevolencia, porque más parece esta ofensa a la fe católica otro síntoma de la política de exclusión de la Iglesia en la vida social, puesta en práctica por el Gobierno socialista. Recordemos que se ha hecho causa de discordia con la enseñanza de la asignatura de Religión, se ha amenazado con revisar la financiación pública de la Iglesia y se ha puesto sobre la mesa -cada vez que convenía acallar las críticas de la jerarquía católica- la derogación de los acuerdos con la Santa Sede. Igualmente, algunas reformas «sociales» se han hecho pensando más en su capacidad de menoscabo de los valores cristianos de la sociedad que en su verdadera necesidad u oportunidad.
En esta dinámica de quiebra social, el arrinconamiento de la Iglesia es un capítulo más, impregnado de cinismo por quienes, al mismo tiempo que se afanan en eliminar cualquier símbolo cristiano de la vida pública española, no dudan en erigir la cordialidad con el islam -y no tanto con los países musulmanes- como piedra angular de la «alianza de civilizaciones». Nadie puede albergar la duda de que nunca la Junta de Extremadura habría hecho algo semejante con otras creencias, pues está visto que la sensibilidad de la Administración socialista se reparte entre religiones de manera desigual.
El perdón que pide Juan Carlos Rodríguez Ibarra era necesario, pero subsiste el escenario general en el que este episodio lamentable se ha producido, acomodado en un discurso político que sitúa la aconfesionalidad del Estado en una agresiva carrera laicista contra la Iglesia, acreedora de un respeto que trasciende de la comunión con la fe católica y que -como simple recordatorio para la izquierda y el progresismo- encuentra su mejor razón de ser en los ingentes servicios que prestan sus instituciones a los más necesitados.
jueves, 15 de marzo de 2007
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